Blog de Fabricio Rodríguez de la ciudad del Villazo, Santa Fe, Argentina.

Todos son iguales frente al telón





Diseñadas para que cuando quieran escapar se bloqueen chocando contra el tope de sus bisagras, las puertas gigantescas de roble macizo, comenzaron a abrirse hacia adentro a la hora del ingreso. Marchaban a paso lento casi arrastrando sus pies; veían fijo el telón, sus rostros no habían cambiado desde la última visita, las arrugas seguían aparentando asuntos prohibidos.
Quienes llegaron minutos más temprano, desde sus asientos miraban con expresión de “estamos demorados por ustedes”. Un bebé no dejaba de llorar y su madre de zamarrearlo, un niño no entendía nada y le tiraba la remera a su mamá que asiste para que su marido deje de pegarle, un codicioso deseaba a la mujer de su prójimo, y en el fondo, junto al telón, sonidos monótonos.
La oscuridad combatía contra las llamas de las velas, que cuelgan de candelabros de oro y cristal, ubicados en el centro del templo y en sus columnas. Apenas se oían los murmullos de los presentes, es en las periferias donde dicen que resuenan los ecos; nadie quería hacer público su chimento. Gente desconocida entraba.
            Todos se pusieron de pie, ¿en señal de respeto? Entre los incómodos bancos de madera, mientras pisaba una costosa alfombra, “el oyente de su llamado” entraba al templo con una vestimenta preciosa con alhajas de oro colgadas. Ciertos fanáticos se ponían el dedo índice siguiendo la línea de la nariz y exigían silencio hacia todas las direcciones. Ansiosos, cerraban los ojos esperando que algo los conduzca hacia la perfección interior. Cada uno juntaba debajo del mentón las manos entrelazadas por los dedos. El oyente llegó al telón y se arrodilló enfrentándolo. Al ponerse de pie, dio media vuelta sintiéndose el representante, y ordenó sentarse.
Los presentes guardaban los comentarios para la salida, prestaban atención atentamente. Los que deseaban a la mujer de su prójimo, identificaron al oyente como miembro de su grupo. Una canastita pasaba de mano en mano y los seres depositaban una contribución económica como un deber que cumplir.
El bebé lloraba con gritos que lo hacían ahogar; estaba rojo e inquieto. Una señora con un talismán colgado en su cuello (tal vez por su fanatismo), desde su asiento, reunió a los demás sin poder aguantarse hasta la salida para hacer un comentario acerca del bebé. Como hace poco nació, algo horrible lo atormentaba en su interior para hacer colapsar la paz del templo; se requiere urgente eliminar al demonio original que trae consigo e introducirlo a santificar las fiestas del templo sin tomar su santo nombre en vano.
            Todos esperaban con los cerebros sobre sus manos. Parecían sostener una bandeja; sobre sus palmas yacían las ofrendas, cuando cerraban los ojos o miraban el cerebro. El oyente arrodillado alzó el suyo… sangre chorreaba; sangre de la alianza nueva y eterna, que fue derramada para salvarlos.
La culpa que atormentaba la salud de los fieles, en fila los hacía marchar con sus ofrendas, uno detrás del otro por la costosa alfombra. Momento en que son iguales frente al telón y limpian su interior. Se detenían cabeza agacha frente al oyente, que les daba unos toques al cerebro, se arrodillaban-ponían de pie y caminaban regreso a su asiento.
¡La paz estaba con ellos!





Foto del Cuento: Rodrigo Burgos

           



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Esperá que ese niño crezca




El hijo de un ser social maneja el joystick como Dios. De boca en boca se presume que el artefacto es una extensión de su cuerpo. La población debería vender rifas para invertir el dinero recaudado en los viáticos de la olimpiada mundial de ciberjuegos.

    ¡Qué gran egopolítico! Entra al juego con tres aldeanos, un explorador fácil de manipular y, a partir de ahora, su municipio. Obviamente, al primero que mandó, fue al explorador; Marco Polo, un poroto. Automáticamente, pone en acción a los aldeanos: dos cortan madera, uno construye obras civiles para aumentar la población. Construye los primeros edificios ya con varios aldeanos constructores, mineros, leñadores, recolectores, granjeros, ovejeros, cazadores, etc. Explota a los que puede mientras logra increíbles avances, desarrollos, acopios de recursos, y es feliz jugando. Cuando su pueblo se adelanta de las demás civilizaciones de la partida, deja morir a sus aldeanos, aprovecha los recursos adquiridos para fundar la verdadera nación; crear una gran milicia y conquista a los subdesarrollados. ¡Una excelente partida peleando por la hegemonía!

    ¡Simplemente lo ves sentado frente a la tevé! Sus auriculares lo aíslan del ruido de la habitación. Presenta ojeras de niño. Sorprende como maneja el joystick. Está embobado, jugando solo, tranquilo (no molesta), provoca y gana batallas, amolda su cabeza.



Foto de la Viñeta: Rodrigo Burgos
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Rodeado de humo





Abre la puerta después de escuchar el sonido que le estableció un horario fijo a su vida; entra cabizbajo: vieja y conocida repetición de todos los días. No suele darse cuenta de los pasos que requiere seguir para comenzar la jornada, los compañeros lo ven haciendo varios movimientos automáticos; realiza prácticas mecánicas, parece el arduo desafío de una ciega locomotora rodando atrapada sobre un carril.
Siente latir sus venas al ritmo del corazón; hace puntas de pies cuando los considera cansados de tanto permanecer parado, tal vez de esa manera estimula a los músculos, o busca comodidad. Lo ven caminando entre las góndolas, algunas veces se arrodilla ante dichas, se sienta en canastita, de frente y de espalda; por más molestia que tenga en la cintura, sigilosamente se agacha, se arriesga a persistir en cuclillas; hay días que los vive atormentándose con la cara de un solo estante. Cuando no quede espacio físico para los costados, hay que mirar hacia arriba: en ocasiones no especiales utiliza una escalera, a cada paso tiembla imaginando quebrarla, por eso prefiere subir y/o bajar sin peso; le permite trepar y pisar los estantes más altos. Circula su vida por los pasillos que forman las góndolas enfrentadas y ni siquiera le entra el cuerpo si manipula una caja o los cajones de los estantes.
Aparece el jefe, por las arrugas del rostro, que son efímeras, recién despierta; trae una nueva lista por cumplir, junto a palabras tiernas, que lo abrazan y lo miman cariñosamente maniatándolo; diálogos manipulan la joya valiosa. Simula darle una moneda a un niño que da media vuelta para comprar golosinas.
            A medida que necesita descansar sus pies, el tiempo pasa lenta y dolorosamente, como un puñal de ansiedad clavado en el pecho, como un puñal de ansiedad caliente clavado en el pecho; quema. Las agujas del reloj giran con menos ganas de lo normal; no hablan, sino dirían que están hartas de la rutina y no con el eje medio trabado, o con algo entre sus engranajes retrasando su velocidad; qué sé yo. Después de ver reiteradamente la aguja del minutero encerrada entre el seis y el siete, cerró sus ojos, produjo estirar la piel de su frente y arrugar su cara, al mismo tiempo que menea la cabeza de lado a lado y se lamenta. Vuelve a mirar tan kamikaze hacia el reloj, le pareció haber visto una nube, tal vez por haber esforzado bruscamente el cierre de sus ojos; no parece un efecto de sus lágrimas, adquiere la imagen de algo particular, conocido. ¿Por qué se aflige preguntándose qué es? Poco duda hasta soltar la búsqueda de la verdad; las góndolas egoístas lo atraparon para su mantención; no debe dejar el trabajo, pensar, o cualquier cosa que desvíe la atención cotidiana: sabias palabras del jefe cuando compra una maquina con la plata que sale de la mano de obra entre las góndolas y piensa que también es dueño del que las mantiene.
            Nuevamente se pregunta por el tiempo, como un pobre tipo que no le queda otra que jugar con cuchillos en el circo, observa a su fiel tortura, el reloj, con desprecio, odiándolo; como si tuviese la culpa absoluta. La nube que flota se convierte en… es por eso que le parece conocida la figura, la imagen adquirida con la poca definición que alcanza su visión. El jefe dice sus palabras alusivas mientras está rodeado de humo. Está confuso, ¿hay quejas? De repente, al seguir los efectos de las ondas que provoca, ve todo el techo cubierto. Se atreve a entender qué está ocurriendo en el ambiente, sabe que busca ir hacia arriba. Atolondrada la nube se mezcla sin permiso con el aire que hay y no vemos, contamina pesadamente el oxigeno, la visión disminuye y poco puede verse a través de las tinieblas. Toma su cuello con sus manos, franelea su pecho, frota su nuca, se siente ahogado, sofocado o encerrado; algunos síntomas aparecieron en el organismo: pesadez en las piernas, retorcijones de panza, principio de pirosis, nervios que hacen llegar la información más rápido a su cerebro traduciéndolo en movimientos torpes e inquietos.
            Cuando lo único que le faltaba era caer de rodillas, lo salvó el mismo sonido horrible que suena todas las mañanas esperando una respuesta; logró abrir la puerta después de una intensa jornada. La contaminación de humo ahora busca extinguirse bajo los rayos del sol que se esconden de la noche, momento en el que disfruta el escaso resto del día con su familia sin esas elegantes palabras del jefe dando vueltas a su alrededor. 




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Estado, situación virózika




Un virus se propaga por el mundo. No es algo tan diminuto como un caño de gas que explota en un edificio dejando a familias en la calle; no es un desastre natural como le llaman a la última inundación que dejó a familias sin hogar; no provoca fallas horrendas en redes eléctricas dejando a familias con pérdidas en la heladera, ni hace que ancianos suban escaleras por falta de ascensor. Se describiría lo evidente el día que se ponga bajo la lupa, o en un microscopio, quizás. La reseña observará escondida, no por mucho tiempo, hasta que aparezca un soborno y vuelva a callar la voz; o tal vez, jamás se conocerá la verdad de la fuente virózika. Mientras tanto viaja impune en el interior de un maletín, dentro de una ampolla envuelta con protección por la fragilidad de su embase, o al azar cuando compran comida chatarra mientras se amontona la gente, o en cualquier objeto globalizado: así comenzó la estrategia.

    El virus es siniestro, capaz de convertir a la gente en muertos. Niños, jóvenes y adultos, en hospitales, sanatorios, centros de salud barriales, curanderos, terapeutas alternativos, etc; hay muchos poderosos llenándose los bolsillos, llenándose de dinero; llenándose, hasta no dejar que entre una última gota dentro de una copa llena (la que solo la minoría mundial goza) ¡Cierto!, aceptan débito automático.

    En la tevé desfilan muertos, los filman en tiempo real todos los noticieros del mundo relatando que no son los únicos en transmitirlo en vivo o repetido. Entretenidos y maravillosos efectos especiales crean una ilusión; muestran una realidad mientras un sujeto representa una foto actual, sentado a la distancia, mirando el noticiero. Algunas víctimas, no están maquilladas, parecen inyectadas en los mismos centros de salud. Los haraganes inmunes y vigorosos de vitamina C, se quejan de lleno o ignoran el asunto. Escriben cuentos con los mismos datos que usan para organizar los programas de la tevé. De boca en boca, también nombran la palabra muertos. Se resume la situación en meros datos de mortalidad, números estadísticos de las distintas edades y sexos. Los excluidos por orientación sexual antagónica, sujetos atentados por el prejuicio social que crean los poderosos, son la primera carnada reproductora de la infección. Números en todas las aristas establecen límites, algo común en el mundo arrasado por el virus. Hasta que pasen algo distinto en la tevé, se seguirá propagando.

    Reunidos algunos parientes de los muertos, concluyen que el virus fue creado en un laboratorio monetariamente desarrollado para ayudar a los pobres a retirarse del mundo. Los poderosos no pueden convivir con las clases sociales más baja, piensan que al simple verlos, dan lastima, asco, miedo, repugnancia, alcanzame otra hoja, bronca, envidia, ¿tené la resma por ahí?; alcanzame otra-por-favor.

    En el laboratorio se dispuso aprovechar del calentamiento global. Para que pueda reproducirse la malicia que equilibra a la sociedad, sacaron un porcentaje total de la temperatura normal de cualquier microclima. Hicieron de la vida social un comercio gracias al virus. El negocio es invertir en la fabricación y/o ventas de máquinas para contar dinero. Los tontos moribundos que son asistidos, acrecientan a la minoría que roba datos de millones de instituciones (son robados para evitar que las posibles defensas frente al virus no actúen antes de lanzar la siguiente versión renovada). Los que tenían un poco más de dinero que los pobres, en vano agregan ceros al monto de sus cajas de ahorros, luego dejan la guita en una ficticia mejor asistencia y farmacias. ¡Qué hay de ti sin una obra social! Mejor agregar otro cero, ¿eso se puede?

    Todo sistema es un conjunto de partes. Una de las partes, precisamente el vaticano, se convirtió en el primer inversor al aliarse con los organizadores de este hermoso evento que bien se conoce al agasajado protagonista. De esta manera, recluta más pobres en su iglesia. A los que sentimentalmente más heridos estén, le fingirán contención. Luego con lo recaudado, cambiarían el picaporte de oro del armario de trapos de pisos que se rayó con el diamante de algún anillo, y rejuvenecerían las expresiones antinaturales y pedófilas, más. Comenzaron a festejar tocándose, practicando sadomasoquismo, escupiendo el pecado en el cuerpo, con un pequeño canto a gritos… ¡Santificar las fiestas! ¡Arriba la copa del vino, la sangre de Cristo, nosotros los hombres, curas! Así sea, amén.

    En esta división, en la tuya, en aquella, la del vecino, la del contacto de video llamada, de fondo en algún almuerzo, media tarde, tarde, tarde noche, noche, alcanzame otra hoja; una vez popular en la tevé, las divisiones del mundo (o países), comenzaron a fomentar el turismo interno. Una decretada alerta mundial impedía que ninguna persona o grupo visite otra división para cuidar que no se propague el virus. Lugares donde estás a salvo de la peste, son asaltados por los pobres que secretamente roban para el laboratorio, ofrecidos a excelentes cuotas.

    En el laboratorio hay un mapa planisferio colgado en la pared con cientos de alfileres clavados representan su conquista. Como protocolo, los miembros se dan la mano cerrando un negocio, se miran riéndose, ya que la próxima vez podrían llegar a ser enemigos, o tal vez se caguen en la cara. Descorcharon para derrochar, la mejor botella de champagne del mundo, sabiendo que a la bodega le interesa solamente el dinero de la marca, el contenido, que es artificial, se lo compran a una empresa subdesarrollada.

    El virus había matado a un gran porcentaje de la población mundial y como solución para los que quedaron, el laboratorio compraría las tierras desheredadas, perdidas, sin habitantes. Motivos suficientes para escuchar el sonido al golpear las copas y decirle a alguna mujerzuela que traiga bocadillos. La camisa no ajusta a la barriga, la barriga todavía no explota a la camisa, se expande junto al virus.



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Una mano





Días atrás, sin noción, algo poco común pasaba con una mano. Allí estaba, solamente consolada por ella misma. No había reflejo alguno que al menos le haga un poco de compañía; sin siquiera conocer que existiría tal reflejo u otra mano. No es casual que detrás de lo holístico de su presencia, haya un ambiente amplio: hace presión sobre su soledad, completa el vacío que inertemente está.  Tal vez así, de postura singular, vino vagamente al mundo, aunque no lo recuerda, era muy pequeña, una simple mano sola como hasta entonces.
            A la sazón, cuando nada pasaba, otra mano vino a rescatarla de la soledad, cubría el espacio que la dominaba. No estaba sola, ahora tenía una compañía entre sus dedos: ambas se apretaban con sensación de seguridad. Juntas estaban en libertad, sentían fortalezas, de ese modo combatían a la soledad que antes la manipulaba.
            Al correr los días, sin noción, hacia el hoy, las manos se cansaron de estar juntas; comenzaron a pelearse: parecían estar seguras, pero esta vez, en la creencia de que cada una decía la verdad; cada una apuntaba a ocupar una mejor posición en el pedestal mientras la otra sublimemente debía admirar su rol. Al menos, coincidían en la ideología de querer oprimir a la otra.





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Pena de vida





Recuerdo aquella tarde cargada de murmullos, estaba en la asamblea. Escuchaba opinar sobre la coronación de la ley pena de vida. Al final, se dispuso que se matará a quien lo consideren dentro de tal ley.
En la comarca, un hábitat tan bueno y religioso, no hablamos de nuestro ser enano individualmente, sino de nosotros. Cuando uno habla del otro, es para poder sentir seguridad de sí mismo, al prejuzgar la comandita de la comarca elite. En las estadísticas se dice que si uno es puesto en tela de juicio en la mayoría de las conversaciones, es rechazado o destacado -principalmente rechazado-; quien vive anónimo, es estúpido, y quienes viven en las periferias, candidatos a la exclusión. La comarca es muy pequeña, de esta manera uno conoce a todos por el simple hecho de estar en tela de juicio en la comandita.
No es fácil vivir en la comarca. A mí me dicen anónimo. Anulan mi opinión debido a su mero fanatismo. La ignoran porque conservan la estructura de quienes son dueños del poder.
Recuerdo tanto esa tarde, me dormía, mis piernas estaban flácidas, y mis párpados estaban tan pesados y lentos como un caracol; el único que pudo salvarme fue el enano cocinero: gritaba eufórico exigiendo pena de vida a los pertenecientes de la periferia que amenacen violentamente. Luego propuso terminar con todos para prever. Me aburrió demasiado la asamblea.
            Me condujo hacia él, un olor exquisito que ingresaba en mi cuerpo hasta hacerme temblar. ¿Adiviná a quién había visto? Si pensaste en el enano cocinero, estas entendiendo este relato (anónimo). Sobre un hongo invertido hervía un amplio conjunto de gotas de rocío. Dos orugas desde abajo del hongo lo frotaban, cuidaban no tirar el caldo, generaban calor por fricción al rozarlo. El enano cocinero con un pequeño tallo sin hojas revolvía lentamente. Los años le indicaron que debe girar hacia ambos lados para lograr consistencia en su sabor; lo último lo inventé, tenemos un enano cocinero, solo sé que no sé nada, diría si fuera anónimo. Me había quedado a observarlo. El aroma espeso y delicioso que flotaba en el ambiente, me hacía evocar algo increíble, que no lo recuerdo ahora. Caminaba algunos pasos bordeando unas piedras que parecían una mesa y sobre ellas, los ingredientes de la sopa que muy feliz hacía, al menos eso parecía: sin presión alguna. Tuve que esconderme detrás de un tronco, tanto giraba bailando mientras con sus manos espolvoreaba la sopa, que podría verme, lograba trescientos sesenta grados. En una bandeja de media cáscara de semilla de girasol, parece que reposaba el bocado secreto. No lo alcanzaba ver, la distancia que nos unía superaba mi visión y aún no conseguí el grano de arena correcto para el marco de mis lentes. Fui espectador, y no por observar que puso en la sopa lo que levantaba del suelo, sino por percibir cómo se acercaba lentamente un enano de la periferia. No sabía qué intenciones tenía el enano, pero si me di cuenta que se escondía del enano cocinero, como yo.
El enano cocinero agitaba sus manos queriendo abrazar el cielo, quizás la danza sea por hobbies, o tal vez para llamar la atención de la comandita: así ganaba reputación en la comarca; tampoco sé sus intenciones, soy anónimo según ese tipo de enano.

Al final, lo vi todo: el enano de la periferia estiraba su brazo por detrás de la piedra que utilizaba de escondite en lugar de mesa como el enano cocinero. Evitaba ser visto. Sin poder sostener la situación, el cocinero se percató de su presencia, empezó a gritar y a pegarle con el tallo sin hojas. Lo que no entendí es quién adquirió la pena de vida y con qué criterios.



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Los primitivos




Aceptadamente, los definían primitivos; apenas rozaban ser individuos rudimentarios. Nada a su alrededor los conformaba. Cualquier sobresalto se establecía efímero y hacía que el deseo desaparezca junto al tiempo; encontrar algo nuevo les generaba sensación de estabilidad; no había pregunta que realizara una ruptura; todos padecían la célebre espera.

    Frente a una multitud, un primitivo había logrado conseguir fuego. Decían que se encontraba aburrido. La realidad es que quería invertir el tiempo en algo productivo, a la sazón, chocaba mientras rozaba dos piedras.

    Aparecieron las primeras chispas que derribaron los límites de la perseverancia. Las siguientes no solo servían de estímulos, señalaban un claro objetivo que seguro iba a superar la meta en sí. Toda la masa de primitivos festejaba. Brincaban con ambas extremidades corporales, de derecha a izquierda, ignoraban mantenerse en pie, e iniciaban su firme caminar cabeza agacha buscando piedras.

    El fuego aportaba al mundo básico una nueva manera de vivir. El primitivo que introducía el fuego conquistando a la multitud, había pasado a ser admirado por el resto. A partir de ese momento la sociedad era encabezaba por un primitivo destacado: bastaba caminar dentro del área de cientos de pasos para encontrar a gente imitándolo. Acaso en la muchedumbre también querían la gloria, o tal vez, solo instruirse. Al cabo, la igualdad que los colocaba en solidaridad grupal, era la concepción de conseguir fuego. La totalidad de individuos rudimentarios practicaban con dos piedras sumergidos en la necesidad de poder vivir la nueva condición.

    Un tiempo después, varios dominaban la técnica y provocaban, al menos, una llama. Los que todavía no tenían acceso singular, intercambiaban frutas que recolectaban por tal elemento de la naturaleza que modelaron artificialmente, el fuego.

    Algunos habían observado que las piedras se gastaban por mero uso. Organizados, se movilizaban acarreando piedras para luego mercantilizarlas. Este sector desconforme, decía que las piedras pesaban más que las frutas, entonces sus miembros pedían más fuego a cambio. Los primitivos recolectores aceptaban porque las frutas maduraban hasta su putrefacción.

    Entre los elementales individuos, estaban quienes a través de oratoria envolvían a otros para trabajar para ellos. Engañaban y se acrecentaban integrando a terceros rudimentarios con el ofrecimiento de una porción del fuego al final del día; además, dominaban a tantos que se apropiaron de las frutas, y de las piedras un tiempo más tarde.

    Aceptadamente, vivían del fuego, para el fuego, por el fuego. No importaba si alguien no podía conseguirlo, puesto que el fuego mantenía el calor de la ambición en estos rudimentarios sujetos. Más se expandía el elemento, más ardiente era la sensación de querer poseerlo: con el único sentido de sentirlo, y encontrarse en el lugar de los que arden en llamas.

    Las piedras del largo camino de los primitivos fueron las que provocaron el fuego tan difícil de extinguir. Consumidos ante éste, cambiaron su nombre. Aceptadamente, se conocen como civilizados.



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