Un mensaje de texto lo hizo salir
de su casa. Una causa justa lo estaba esperando. Con cada paso, una sonrisa
señaló su ansiedad por llegar, dejando algo atrás, como por ejemplo su
comodidad.
En el transcurso del recorrido,
un desconocido lo miró directo a los ojos haciéndolo poner nervioso, o tal vez
imaginó demasiado una situación casual; siguió caminando ahogando la congoja
del tiempo.
Fueron menos de veinte cuadras
las que recorrió para llegar a la concentración. Al final, desde su comienzo
creyó que sería en vano apurarse, pero no, comprendió la idea de haberse ligado
a la participación.
Al llegar al lugar citado,
encontró a varios de pie en la vereda, a otros sentados sobre el pequeño
tapial, a algunos apoyados sobre las rejas, y le dolió la ausencia de otros
convocados.
Entre los murmullos de los
presentes un muchacho se dirigió al medio de la calle, levantó un brazo como pidiendo
la palabra y vociferó a los demás, “¡marchemos!”. Se miraron para organizar
quienes serían los que encabezarían, sin embargo rompió el hielo el último en
llagar agarrando un pasacalle: lo siguieron cinco compañeras y formaron una
fila desplazando el mensaje de cordón a cordón. Marcharon a paso lento a medida
que se iban acomodando.
Cada dos segundos los del frente
se daban vuelta para ver a los demás y aprovecharon a leer las frases de los
carteles más grandes. Hicieron palmas e inventaron canciones populares. Las
voces golpearon contra las casas provocando que los vecinos se asomen y miren
con cara rara. Algunos conductores tocaron bocina alentando, otros, para que se
hagan a un lado.
Finalizaron la movilización en la
plaza principal de la ciudad con los puños en alto, se dieron un fuerte aplauso
y hasta ser escuchados gritaron, “¡VIVA LA LUCHA DOCENTE!”.