DanceClub,
por fuera no transmite nada, es por eso que quiero comentar cómo es por dentro,
ya que tuve la oportunidad de conocerlo.
Era una noche en la que la atmósfera ensanchaba el espíritu del
niño interior que llevamos, encargándose de dominar el cuerpo completo. Una
música envolvente viraba entre nuestros límites, y también provocaba remolinos
en los rincones queriendo trascender de DanceClub.
Nos enfrentaban unas luces que disparaban sus ases como armas
químicas que en lugar de matarnos se incorporaban a la diversión que
experimentábamos con la melodía. Algunos rayos chocaban contra objetos
reflectivos multiplicando láseres por doquier. Vomitábamos una convulsión de hiperactivas emociones a
través de las carcajadas. Los temblores se manifestaban en silencio porque los
movimientos de nuestros cuerpos equilibraban el ruido, corrigiendo los ciclos
de su frecuencia.
En un contexto como ese, en el que se asemejaba a la entrada
de un banquete, las imágenes se transformaron el plato principal. Y nuestras
pulsiones se extendían formando lazos y nudos queriendo inmortalizarlas.
La existencia
misma quedaba perdida ante el poder absoluto del espectáculo. La estética del
escenario, al ser tan atrapante, forjaba una nueva apariencia dispuesta a renovar
nuestros deseos. Poco a poco nos alejábamos de lo que llamamos libertad, para
entrar en estado de DanceClub.
Nos comportamos como el olor que persigue al vaho podrido de
la manzana del torturante génesis. Las imágenes terminaban siendo los patrones
de las copias que se proyectaban en nuestras mentes.
Esencialmente,
nos sentíamos un resultado, por las formas de relacionarnos con las imágenes,
el escenario atrapándonos como la succión a un bebé hambriento, y otras
acciones que desplazaban al DanceClub de una noche cualquiera.